Hoy toca desahogo personal: vamos a dejar clara, de una vez por todas, mi relación con los audios de WhatsApp.
Mi teoría es sencilla: los mensajes de voz son como el gato de Schrödinger. Hasta que no los reproduces, la persona al otro lado puede estar muerta… o simplemente preguntarte si te apetece una cerveza a las cinco.
Las notificaciones son molestas, claro, pero a veces necesarias — sobre todo durante una llamada. Tal vez alguien necesite decirme algo que no debe oír todo el mundo, o yo tenga que pasar una información que no quiero dejar grabada oficialmente. Mientras se escribe, todo va bien: leo la vista previa, intuyo el tono y decido si responder, posponer o ignorar.
El audio, en cambio, es un arma impredecible. No sabes si encontrarás un “SOS” o un “oye, solo quería recordarte que mañana es el cumpleaños de la tía Peppa, yo le compro un portadentaduras, ¿y tú?”. Hasta que no le das al play, estás en el limbo.
Y quienes los mandan (¡malditos sean!) lo saben bien. Por eso casi siempre empiezan con un “perdona por el audio, pero…”.
Un audio es un acto de poder. Una forma elegante de decir que tu tiempo vale más que el mío.
Mi regla es clara: si te estás muriendo, llámame.
Si no, asumiré que sigues con vida en este planeta desafortunado.
Solo hay una excepción: acepto un audio si me dedicas una canción.
Así que, escribe. O, si de verdad estás atrapado bajo un coche, llama.
Y si no contesto en ese caso, entonces sí, sería omisión de socorro.
Hasta la próxima semana,
Simone Puorto