Nunca he sido un foodie. No idolatro a los chefs, ni me impresiona cuando alguien presenta un plato como si fuera una reliquia sagrada. Como como un niño, y mis amigos y clientes se ríen de mí cada vez que pido, una vez más, mi eterna pasta con mantequilla.
Además, soy vegetariano desde hace veinte años, y siempre me siento un poco incómodo cuando tengo que pedir que cambien un plato por mis preferencias. Así que, aunque me encantaría explorar más la gastronomía, suelo estar limitado.
Y sin embargo, si hay alguien a quien siempre he admirado, es Anthony Bourdain. Hay una frase suya que me acompaña desde hace años:
“Si tengo que defender algo, es la idea de moverse. Tan lejos como puedas, tan a menudo como puedas. Al otro lado del océano o simplemente al otro lado del río.”
Bourdain nos recuerda que nuestro cuerpo no es un templo, sino un parque de atracciones, y que deberíamos disfrutar del viaje.
Durante años he seguido una regla sencilla: viajar tanto como sea posible, sea cual sea la condición. A veces significa un hotel de cinco estrellas; otras, perderme ocho horas en un bosque noruego con solo una mochila llena de cervezas caducadas, sin internet y una lista de reproducción de black metal. (Historia real, y todavía en mi top diez de recuerdos de viaje.)
Viajo mal, a menudo incómodo, a veces medio borracho, casi siempre sin plan. Pero viajo. Porque quiero “disfrutar del viaje”.
Y de vez en cuando, incluso encuentro un restaurante que sirve pasta con mantequilla.
Hasta la próxima semana,
Simone Puorto