Quiero hablar del «tiempo». Ese recurso supremo, imposible de comprar o acumular, y que hemos dejado escapar en nuestra obsesión por automatizarlo todo. Es una paradoja que no me deja en paz.
Piénsalo. La hotelería nació para ofrecer a las personas un respiro frente a la tiranía del reloj. Un lugar donde bajar el ritmo, disfrutar, existir fuera de la prisa diaria. Pero en nuestra carrera por la eficiencia, hemos vuelto a introducir la misma ansiedad que queríamos eliminar. El check-in en 60 segundos, las recomendaciones instantáneas, los procesos hiperoptimizados… Estamos tan centrados en ahorrar tiempo que hemos olvidado qué hacer con él.
Recuerdo los grandes hoteles de antaño. Su relación con el tiempo era distinta, más pausada. El portero, el conserje, el recepcionista… todos formaban parte de un proceso humano que giraba en torno a la hospitalidad, no a la rapidez. Hoy hablamos de milisegundos de carga, de nanosegundos de respuesta. Medimos todo, pero se nos escapa el sentido profundo de los momentos que generamos.
Y luego está la idea del «tiempo real». El santo grial digital. Tarifas en tiempo real, inventario en tiempo real, opiniones en tiempo real. Claro, nos da un poder enorme para reaccionar y optimizar. Pero ¿no nos convierte esa carrera por lo inmediato en corredores atrapados en una cinta sin fin, donde hay que acelerar solo para no quedarse atrás? ¿No nos estamos perdiendo las tendencias más lentas y profundas?
Quizás el verdadero lujo no sea ahorrar tiempo, sino tener la libertad de gastarlo bellamente. La conversación espontánea en recepción, la recomendación inesperada de alguien, el instante de calma en un lobby diseñado para disfrutar, no para acelerar el paso. Eso es lo que realmente se queda en la memoria. La tecnología no sabe medirlo, pero constituye la esencia de la hospitalidad auténtica.
La vida será cada vez más tecnológica. Pero el verdadero arte sigue siendo intemporal.
Mark Fancourt