Gran anuncio del Departamento de Seguridad Nacional de EE. UU.: la temida norma de “quitarse los zapatos” en los aeropuertos se despide al fin. Por primera vez en casi veinte años, los viajeros ya no tendrán que pasar por ese ritual absurdo y humillante para poder embarcar. Una pequeña victoria del sentido común, pero también una muestra de la particular inercia burocrática y tecnológica estadounidense.
Y todo por un único intento fallido, casi chapucero, de atentado. Un solo episodio, protagonizado además por un ciudadano estadounidense, bastó para condenar a millones de viajeros a esta rutina incómoda durante dos décadas. Mientras tanto, en el resto del mundo –mucho más expuesto y tecnológicamente mejor preparado– los aeropuertos adoptaban discretamente sistemas avanzados de escaneo. En EE. UU., en cambio, nos aferramos al absurdo. Dejamos que un terrorista fracasado dictara nuestras normas.
Una paradoja especialmente cruel para una industria que presume de abrazar la tecnología en todo lo demás: check-in automático, llaves digitales, reservas móviles sin fricciones, personalización con IA… pero que obligaba a millones a caminar descalzos por suelos mugrientos en los controles de seguridad. Teníamos la solución delante, pero preferimos seguir representando nuestro “teatro de seguridad”.
Y ese es el verdadero trasfondo. Somos brillantes creando grandes innovaciones, pero pésimos resolviendo los pequeños problemas autoimpuestos. Perseguimos la experiencia sin fricciones, pero muchas veces somos nosotros mismos quienes añadimos la fricción. Miles de millones gastados en reinventar lo que otros ya habían resuelto hace años.
La versión oficial: la nueva tecnología ha dejado obsoleta la norma. La realidad: esa tecnología “nueva” lleva años funcionando en aeropuertos de medio mundo. Así que sí, es un avance. Pero no es un gran salto, solo un parche tardío a un problema que nunca debió existir.
Vivimos rodeados de tecnología. Pero esta molestia, por fin, se va.
— Mark Fancourt