Hace poco hablaba con un amigo y colega de muchos años, una persona con décadas de experiencia directiva en esta industria. Y la conversación derivó rápidamente en una queja, no sobre los típicos problemas tecnológicos o los quebraderos de cabeza con la distribución, sino sobre algo mucho más básico: la subida abusiva de precios que se ha convertido en práctica habitual en demasiados rincones de la hotelería. Cuando gente de ese nivel empieza a cuestionar la integridad misma de nuestros precios, es que algo va muy mal.
Hablábamos de la absurda realidad de algunos precios. Pagar 26 dólares por una botella de agua en un casino. O ver a un Holiday Inn – marca históricamente asociada a estancias asequibles y consistentes – intentando cobrar 1.100 dólares la noche. ¿Qué fue del concepto de tarifa justa, o de la coherencia entre precio y valor real? ¿Qué pasó con el estándar de una categoría hotelera y la tarifa que solía acompañarlo?
Claro que legalmente se puede cobrar eso. Oferta y demanda, algoritmos, precios dinámicos… el discurso de siempre. Pero, ¿en qué momento entra en juego la conciencia? ¿En qué momento, como sector, nos preguntamos si realmente ofrecemos un valor razonable por lo que vendemos? ¿O hemos abandonado toda pretensión de ética en la fijación de precios? Cuando los profesionales que han construido su carrera en este negocio sienten que algo no encaja, la bandera roja ya ondea fuerte.
La verdad es que destinos como Las Vegas ya sufren las consecuencias. Y muchos de nosotros sabemos que este abuso de precios es una de las causas principales. Cuando un huésped paga una tasa de resort y no recibe servicio de limpieza, o desembolsa cifras astronómicas por servicios básicos que antes estaban incluidos, la paciencia y la confianza se agotan rápido. No es solo una cuestión de “lo que el mercado aguanta”: es perder clientes, erosionar la confianza y convertir lo que debería ser una experiencia memorable en una prueba de resistencia económica. Predicamos hospitalidad, pero practicamos la explotación de precios. Y eso no encaja.
La vida es muy tecnológica. Pero cuando el precio de una botella de agua exige una brújula moral, está claro que hemos perdido el rumbo.
Mark Fancourt