He estado observando este nuevo drama digital y no es una amenaza que avanza lentamente, sino una violación total: el voice phishing. ¿Inesperado? En absoluto. Era cuestión de tiempo, en un mundo donde la privacidad es un recuerdo romántico y el consentimiento apenas un susurro.
Vivimos en una era en la que grabar llamadas, reuniones, interacciones e incluso conversaciones en público es socialmente aceptado. El volumen desmesurado de datos vocales personales, extraídos de las redes sociales, es alucinante. No son simples datos: es nuestra huella vocal única, nuestra propiedad intelectual personal, saqueada sin el menor consentimiento ni respeto por su titularidad.
Ahora presenciamos la consecuencia más escalofriante: las estafas de voz deepfake. Tu director financiero, tu hijo o tu abuela… pidiendo una transferencia. Pero no son ellos: es un clon sintético, convertido en arma gracias a nuestra propia imprudencia. Un ataque vil contra la identidad, que evidencia el fracaso estrepitoso de la protección de datos. La voz y la imagen no se consideran propiedad personal, salvo en países como Dinamarca, donde los ciudadanos defienden la propiedad de su identidad digital y su uso no autorizado es delito.
La laxitud en la protección de datos es indignante. El contenido biométrico circula libremente, y las sanciones por malas prácticas son irrisorias. Multas que apenas se notan, sin un efecto disuasorio real.
Hasta que nuestra identidad digital – voz, imagen, personalidad – no se reconozca como propiedad sagrada, con duras penas para su uso indebido o su custodia negligente, estos ataques no harán más que aumentar. Alimentamos a la bestia y ahora nos sorprende que nos muerda.
La vida es muy tecnológica. Pero, en este caos digital, ¿de quién es realmente tu voz?
Mark Fancourt