
A Venezuela hoy casi no entra ningún avión de otros países; descansa casi en su integridad en su flota propia que está limitada a apenas 20 aviones, todos ellos envejecidos, con apenas rutas al extranjero. El efecto es que el país se ha convertido en el más aislado de Occidente en relación a su población y, muy especialmente, a su pasado cercano (Venezuela: el drama de miles de pasajeros de Iberia, Air Europa y Plus Ultra).
Esta situación, de escasísima oferta de vuelos, genera otro problema para los hipotéticos viajeros: los precios de los billetes se han disparado porque, en general, los viajes ahora son más largos, con más escalas y obstáculos que antes (Trump recuerda: “Volar a Venezuela es un riesgo”).
La peor situación se está registrando en diciembre, un momento álgido para la demanda, cuando más familias buscan reencontrarse. Teniendo en cuenta que Venezuela tenía una presencia importante de emigrantes españoles (sobre todo canarios) y portugueses y que actualmente hay venezolanos esparcidos por toda América y España, la situación es ahora mismo angustiosa.
Es verdad que una parte de esta crisis está provocada por la postura de Estados Unidos de bloquear el espacio aéreo venezolano, pero, al margen de estos hechos sobrevenidos, hace ya varios años que por un motivo u otro el país no tiene la conectividad que solía tener hace veinte o treinta años.
Los problemas financieros han sido una de las causas de la ausencia de aerolíneas extranjeras, todo agravado con el hundimiento de las compañías propias. Empresas como Avensa, Aeropostal o Viasa son historia desde hace años y sus reemplazos apenas tienen interés. Conviasa, la mayor aerolínea pública, tiene una red de servicios que carece de lógica en un país como Venezuela, con rutas tan extravagantes como un enlace a Teherán, tan pintoresco como absurdo.
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