
Llevamos ya varios años aplicando impuestos turísticos en varios destinos europeos y del mundo en general. Y únicamente se ha podido constatar una cosa: hay recaudación para las instituciones públicas. Nada más (Escarrer: “La ecotasa hace que los ilegales sean todavía más atractivos”).
Porque en ningún lugar ha habido constancia de que se haya reducido el volumen de viajeros, ni de que se haya cambiado su perfil, ni de que las instituciones recaudatorias hayan mejorado su gestión.
Un empresario mexicano decía hace poco que todo lo que les habían prometido cuando apoyaron una tasa turística en su región se ha incumplido. Es lo que ha ocurrido en todos lados: ni en Venecia, ni en Mallorca, ni en Barcelona, ni en ningún otro lugar el impuesto ha cambiado nada. Las promesas de que se iba a invertir en mejor promoción se han olvidado; la de que se iba a dedicar a mejorar las infraestructuras, también.
Sí, ha tenido una muy perversa virtud: dado que el impuesto está creado, las instituciones que lo gestionan tienen muy fácil aumentarlo porque jurídicamente está todo estructurado y sólo queda modificar el tipo que se aplica. Por eso en muchos lugares esta tasa sube y sube sin orden ni concierto, sin que siga sin apreciarse ningún efecto: ni baja el turismo –porque decían que iba a ser disuasorio–, ni mejora la gestión, ni nada.
Una forma de sacarnos dinero como cualquier otra. Y que nada cambie.

 
																	 
																	 
																	 
																	 
																	 
																	 
																	