
El 8 de julio de 1985, un avión Bandeirante, de fabricación brasileña, con capacidad para 15 pasajeros, partía del aeropuerto de Waterford, en Irlanda, para Gatwick, en Londres. Era el nacimiento de un proyecto de la familia Ryan, que tuvo algo de éxito en el mismísimo primer momento, pero que después se hundió casi hasta cerrar. Apenas transportó 5.000 viajeros en el primer año de vida, porque no basta que haya un aeropuerto para que haya viajeros.
Aunque en esos días las reservas fueron bien, pronto empezó a perder dinero. Tanto que hubo que reformular el modelo. La idea de un vuelo entre Waterford y Londres, intentando evitar que sus vecinos tuvieran que viajar a Dublín, no tenía futuro. Pero ese nuevo horizonte no era fácil de idear. Desde luego, no para los Ryan.
El nuevo horizonte se encargó a un jovencito del área de contabilidad, un tal Michael O’Leary, que intentó entender cómo funcionaba Southwest, la low cost de Estados Unidos: venta directa, un único modelo de avión, alta rotación de los aviones y supresión de todos los gastos superfluos como comida o bebida a bordo. Esos iban a ser los elementos comunes de las low cost (Michael O’Leary: el empleado que revolucionó Ryanair).
Aún faltaban algunos puntos más, que O’Leary incorpora rápidamente: aeropuertos simples y baratos, que normalmente no son los más cercanos a los centros de las ciudades. E instalar la gran base en Inglaterra, donde hay mucho más mercado. Por eso, la primera Ryanair, la que compite de verdad, se basa en Stansted, Londres, y vuela a aeropuertos no centrales: Beauvais por París, Gerona por Barcelona, Hahn por Frankfurt, Charleroi por Bruselas, etcétera. E Internet: toda la venta pasa a la red, con cero costes de intermediación.
Más tarde vendría asignar asientos y cobrar por ello, y limitar las maletas a bordo. Pero estas son guerras casi contemporáneas.